Del celeste pasamos al azul oscuro, y va tiñendo de su miel toda la ciudad. El mar abandona su vida y se deja llevar por la textura celeste, convirtiéndose en la pareja ideal en el baile nocturno. Los tejados van empequeñeciendo sus miradas, y las calles cambian del color natural al tintado por las luces de las farolas, que comienzan su danza diaria en pos de dar vida a la oscuridad.
Desde lo alto, todo cambia, la perspectiva es diferente, pero pasa de la belleza a la magia. Todo muestra su lado místico, desde las pobres ramas del árbol mustio a las florecillas del campo, desde la aparición de la estrella más madrugadora, que se abre paso en su turno de noche, a la montaña silenciosa y humeante del fondo.
No es posible imaginarla más bella, más sutil. No es el Sol quien la ensalza, ni la luz de las estrellas quien la hace maravilla, es su propio color, un azul que no existe, un brillo que no se puede ver. No se puede imaginar ni se puede saborear, todo lo que tenemos un aquella fotografía antigua que nos muestra donde pudimos estar y no fue así.
Y en su regazo, la gente. De todo tipo alberga su seno, como sus azules. Las hay que permanecen en el recuerdo, y otras que yacerán en el olvido o en su frustrada indeferencia.
Pero más allá, donde las aguas igualmente bañan otras tierras, es donde parte de mi memoria tendrá irremisiblemente un hueco reservado. También allí existe ese azul del cuento, también allí hay colores imposibles como el almíbar de sus ojos, tan irrepetibles como tatuados en mi alma, con la tersura inequívoca de un labio que se muerde con la pasión de esa noche celestial, noche de estrellas de licor, como sus ojos.
Hay dos cosas que jamás me podrán hacer olvidar, ese azul de un lugar donde no existe ni la lógica ni la razón, donde nada parece real salvo su fotografía; y la miel de los ojos de esa mujer que todavía flota en mi recuerdo, en ese lugar, y en esa noche de verano, donde descubrí que ser feliz todavía es posible.
9.8.05
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